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La maldición del campeón

{Banda sonora: Du Hast– Rammstein}

Por ALEX OLLER

Ya tenemos el primer drama del Mundial en forma de campeón destronado, después del desastre de Alemania ante Corea del Sur, un Waterlöw en toda regla, si me permiten el perverso juego de palabras con la histórica batalla, punto final de la era napoleónica.

Los Mundiales sirven, entre muchas otras cosas, para certificar cierres de etapas, y parece que el glorioso ciclo de Joachim Löw en la Mannschaft toca a su fin tras un nefasto torneo, apenas maquillado con el agónico golazo de Toni Kroos en su única victoria sobre Suecia.

Decíamos que Alemania nunca muere, que juegan diez contra once y ganan igual, como siempre.

Pero hoy no fue siempre. Hoy fue el derrumbe de una selección que solo cuatro años atrás le endosó un memorable 7-1 a Brasil en Belo Horizonte, camino de su cuarta Copa del Mundo, tras derrotar en la final a la Argentina de Leo Messi.

Hoy Alemania no solo perdió 2-0 con Corea del Sur, sino que se quedó a cero, dando una paupérrima impresión de sí misma, sumida en el pesimismo desde que llegaron noticias de la ventaja de Suecia sobre México.

El ‘Tri’, a su vez tan justamente aplaudido tras sus dos victorias iniciales, transitó largo rato la cornisa, vulnerable a la enésima remontada teutona.

Pero esta vez, La Cabalgata de las Walkirias no sonó en Kazán.

Desesperados por el tic-tac del reloj, los alemanes fueron perdiendo su clásica compostura con el paso de los minutos, dando por momentos la impresión de que, ni que el partido durara tres días, llegarían a perforar el arco coreano.

Mesut Özil no aparecía, los tiros de Kroos rebotaban en un bosque de piernas orientales y Timo Werner y Mario Gomes andaban tan negados como el central Mats Hummels, quien pudo marcar un hat-trick en el tramo final pero solo encontró desconsuelo en su reiterada falta de puntería.

Quizás una épica subida a última hora de Manuel Neuer resolvería el entuerto, pero la imagen del arquero, presionando en cancha ajena previo al segundo gol asiático, resumió el despropósito germano en Rusia.

Con Mario Götze viendo el partido por televisión e Ilkay Gündogan en el banco, quedó evidente que a la Mannschaft no le alcanzó esta vez con el peso de su camiseta; o bien Löw no supo gestionar el relevo generacional, algo que ya ocurrió con los dos campeones anteriores, España e Italia.

Como sus predecesores en 2014 y 2010, Alemania se quedó a las puertas de la segunda fase –con un único precedente en 1938– cuando aspiraba a defender su corona en la final del 15 de julio en Moscú.

Buscó hasta el largo descuento la suerte del campeón, pero esta vez se topó con la maldición.

Larsen, Laudrup & Lerby

{Banda sonora:  Sledgehammer – Peter Gabriel}

Por ALEX OLLER

Intensas pinceladas de rojo caramelo sobre fondo verde y brochazos blancos con amago celeste. Gris cemento, manchas multicolores.

Michael Laudrup flotaba entre un mar de piernas orientales, Frank Arnesen corría la banda como un saltador de vallas, superando ‘tackles’ de creciente altura y peligrosidad, y Elkjaer-Larsen marcaba goles de todas las tonalidades, acabando por el fundido a negro del televisor… y de la esperanza de Uruguay, traumatizada desde entonces por la tremenda tunda futbolística que le endosó Dinamarca.

Cada uno recuerda 1986 a su manera.

Para servidor, fue el despertar de una afición deportiva por el béisbol, gracias a la Serie Mundial de los Mets, y el fútbol americano, cortesía de la Superbowl de los Giants, también de Nueva York.

Pero nada superó el flechazo de la selección de Dinamarca en el Mundial de México.

El fútbol entra primero por los ojos y se viste luego a través del relato oral y/o escrito, y no hubo nunca un equipo más seductor que el danés, empezando por la camiseta mitad colorado intenso de un costado y de finas líneas verticales en el opuesto; marca Hummel, para siempre inmortalizada en mi retina pre-adolescente.

Luego estaba el juego: rápido y ágil, sedoso en el mediocampo pero contundente arriba. Más que cerebral, extremadamente intuitivo y creativo, con un artista paticorto de flequillo frondoso y mirada afilada, capaz de desarmar una defensa de cuatro con un simple amague a lo Magic Johnson, o de burlar un rival con la pisada que Carles Reixach bautizaría luego como croqueta.

Laudrup, apodado a su vez Enjoy por el locutor Lluis Canut en Barcelona, fue mi debilidad desde sus tiempos de catenaccio italiano en la Juventus.

Calzaba botas Patrick –que no tardé en reclamar para mi cumpleaños– y destilaba una simpleza en el juego similar a la que actualmente nos ofrece Leo Messi: calidad sin más aderezos que los estrictamente necesarios. Belleza pura, exenta de maquillaje.

Recuerdo aquel 6-1, del que no guardo más detalles, como una fascinante coreografía con balón en el semivacío estadio Neza. Los uruguayos intentaron jugar primero, pero ya perdían al descanso con uno menos, y buscaron desesperadamente cortar la hemorragia después; pero ni con patadas pudieron. Simplemente, no alcanzaban a los daneses, siempre un paso por delante gracias a la clarividencia de Laudrup, la velocidad de Arnesen y el golpeo de Elkjaer-Larsen.

Mentiría si dijera que recuerdo el rol de Soren Lerby, pero llegué en su momento a memorizar los nombres –¡Y que nombres!– del once, mientras el arquero Fernando Alvez, de curioso jersey grisáceo, recogía una y otra vez la pelota de las redes charrúas.

Tan poderoso fue el coup de foudre, que andaba convencido de que Dinamarca le metería otra media docena a España en octavos de final, pero ese día los Dioses del futbol se aliaron con un tal Buitre en Querétaro y mi amada selección escandinava quedó sorpresivamente en la cuneta.

Del primer amor mundialista pasé a otra novedosa sensación, de sabor agridulce: ¿Debía celebrar la goleada de mi país de origen o llorar la injusticia de tan brusca y cruel despedida?

Iluso de mí, siempre pensé que pocos eran los que guardaban especial reminiscencia por aquel equipo, del que se cumplen ya más de 30 años.

Pero si en algún lugar del mundo se acuerdan de la Dinamarca del 86, es en Uruguay.

“¿Juega Lerby?”, soltaron el otro día en la ferretería, a modo de guasa, durante el Perú-Dinamarca.

Y… sí: en Montevideo ponen televisiones para ver el Mundial hasta en la ferretería.

Cultos en la materia balompédica, entre otras, los uruguayos son los primeros en apreciar las virtudes de tan legendaria selección.

Y de buen perder tampoco andan cortos.

Muchos pre-adolescentes del 86 también contemplaron el 6-1 de Nezahualcóyotl desde el bando oriental, aunque con notable dolor celeste.

Y años más tarde, un par de ellos montó una empresa de publicidad.

Larsen, Laudrup & Lerby, la llamaron.

¿Les suena el nombre?

Japón-Senegal: esto es el Mundial

{Banda sonora:  Pikine – Gokh-Bi System}

Por ALEX OLLER

No hay nada como gozar de tiempo libre en época de Mundial, en especial un mediodía de fin de semana, esa franja horaria que invita a los no adeptos al footing a sentarse frente al televisor y contemplar, por ejemplo, un partido tan aparentemente insustancial como el Japón-Senegal de este domingo.

Así que allí estaba yo, nuevamente abonado al lobby del Ibis, parado en solitario frente a la pantalla; primera pista de que el encuentro en cuestión no suscitaba, precisamente, un interés masivo entre montevideanos o turistas.

Pero, ¿qué gracia tiene un Mundial si uno no se entrega a espectáculos como el que nos puede deparar el cruce entre una selección norafricana con jugadores como Sadio Mané y un combinado nipón con la eléctrica dupla Takeshi Inui- Shinji Kagawa a la cabeza?

Dispuesto a disfrutar en la intimidad, saqué papel y boli, con la firme intención de inmortalizar en forma de notas tan magno evento deportivo.

Aquí mis apuntes:

-Si hay un encuentro que merezca la calificación de mínimo riesgo entre sus aficiones, sin duda es este. Los seguidores japoneses ya han sido declarados campeones de los buenos modales, dando ejemplo incluso en materia de limpieza post-partido; y los senegaleses compiten por el trono del buen rollo a ritmo de bongo. Francamente, la única posibilidad de choque que se me ocurre es que una exagerada reverencia nipona coincida en tiempo y espacio con un sinuoso golpe de cadera africana.

-Tremendo colorido en el graderío con caras y cuerpos pintados, disfraces de todo tipo y abierta interpretación. También sobre la cancha, con tintes de pelo para completar el arco iris y –puestos a abordar el tema capilar– unas llamativas rastas del entrenador de Senegal, Aliou Cissé, dignas del Bob Marley más desmelenado. Y no lo digo solo porque ayer viera el octavo capítulo de la muy recomendable Vinyl.

-Blocar el balón ya no está de moda. En el fútbol moderno, los porteros se limitan a repeler la pelota. Adonde sea. Da igual. De allí el 1-0 de Sané tras disparo tibio de Youssouf Sabaly que Eiji Kawashima desvía sobre el delantero del Liverpool. La bola no quema, que yo sepa.

-Apunta maneras el espigado Ismaila Sarr por la banda derecha de Senegal, pero empata Inui con un gol marca de la casa, muy repetido en el Eibar, de rosquita al segundo palo. El tanto rompe estereotipos respecto a la supuesta cortesía y frialdad japonesas, pues Inui interrumpe la conducción de su compañero Yuto Nagamoto y, acto seguido, ambos se funden en efusivo abrazo con el resto de compañeros.

-Los comentaristas uruguayos son, junto a sus colegas cubanos, de lo mejorcito que he visto en materia de fútbol y concretamente en Mundiales. Avanzan un partido “de goles” y no se equivocan, llegando a la conclusión, mediado el segundo tiempo, de que estamos ante “un partidazo”. ¿Ven?

-Apenas separados por unos 300 kilómetros de Buenos Aires, esquizofrénica capital del planeta fútbol, abordan también en plena locución las últimas declaraciones del capitán de Argentina, Javier Masherano, respecto al drama mediático que envuelve a la albiceleste previo a su duelo a todo o nada con Nigeria. “Las opiniones se cambian con victorias”, sentencian. Amén.

-Y otra perla de sabiduría balompédica: “En el fútbol hay que aprovechar los momentos”, apuntan sobre el repentino repliegue de Japón, que no tarda en encajar el segundo de Moussa Wague tras pase de Sabaly. La jugada, de lateral a lateral, enésima muestra del poderío físico senegalés.

-Otra presunción maligna referente a los equipos africanos es que suelen ganar los partidos en el mediocampo y perderlos en las áreas. En este caso la maldición se cumple con una salida en falso del portero Khadim N’Diaye que acaba en gol de Keisuke Honda, celebración con saludo militar, empate final y despiporre en las gradas por parte de unos y otros.

“2-2 y todos contentos”, concluyen nuestros narradores.

Y me acuerdo de una de las promociones del canal retransmisor de los partidos, que rescata esta grandilocuente locución del sorprendente triunfo de México sobre Alemania: “¡Ganó México! ¡No me digan que el Mundial no es lo mejor que les pasó en la vida!”.

No les llevare yo la contraria, desde luego.

Jugaron diez contra once… y también ganó Alemania

{Banda sonora: Cabalgata de las Walkirias – Richard Wagner}

Por ALEX OLLER

Lo dijo un día el locuaz Gary Lineker, honrando ese fino humor inglés, y a modo de perogrullada: “El fútbol es un deporte donde juegan once contra once y siempre gana Alemania”, espetó el máximo goleador del Mundial de México’86, donde curiosamente se impuso Argentina en la final sobre… Alemania.

La ocurrente sentencia ilustra en cierta mesura la histórica frustración británica respecto al gran rival germano. Recelo, obviamente, que va mucho más allá del terreno futbolístico, donde la Mannschaft cuenta cuatro Copas  del Mundo por solo una de Inglaterra, campeona en 1966, cuando ejerció de anfitriona.

Las demás finales –incluida la última ganada por los alemanes en Brasil–, los Pross las escucharon por radio o las vieron por televisión.

Y allí, frente a la caja tonta, estarían seguramente muchos de sus actuales seleccionados la noche del sábado, viendo el Alemania-Suecia en Sochi, sin duda inquietos por la posibilidad de que el equipo de Joachim Löw tropezara por segunda vez consecutiva en Rusia-2018 y se complicara el pase a los octavos de final, fase en la que los germanos  han dicho presente en 17 de sus 18 Mundiales disputados.

Y Alemania se complicó, desde luego que sí: primero tuvo que sustituir al volante Sebastian Rudy por lesión, luego encajó un golazo de Ola Toivonen al contragolpe y, tras empatar por vía de Marco Reus, vio como el árbitro expulsaba a Jerome Boateng a 13 minutos del final por doble tarjeta amarilla.

Apremiaban el reloj y el marcador. Por no hablar del resultado de México, vencedor pocas horas antes sobre Corea del Sur, en otro convincente ejercicio de juego colectivo, que impulsó al ‘Tri’ al liderazgo del Grupo F.

Parecía, por esta vez, que la profecía de Lineker no se cumpliría.

Y en parte así fue.

Alemania volvió a ganar, correcto.

Pero, esta vez, fueron diez contra once.

La volteada se forjó con el típico empuje de los germanos, sin duda reforzados por el peso de su mítica camiseta; aunque en esta ocasión no fue un remate aéreo del nueve –clásico método de derrumbe en múltiples remontadas históricas con sabor a bratwurst–, sino que el golpe definitivo lo asestó Toni Kroos en tiempo añadido, con una pincelada digna del mejor lienzo de Alberto Durero.

Personalmente, nunca dudé de que Alemania acabaría validando la Teoría Lineker, incluso después del inesperado tanto sueco. Aunque equivoqué el tanteo final, intuido más cercano a la goleada; e incluso el héroe, pasando del insistente Thomas Müller al portero Manuel Neuer, imaginado en agónico cabezazo a las mallas tras desesperado abandono de su propio arco.

Pero fue Kroos, el de la mirada de acero y engominado peinado, quien rompió moldes con un magistral libre indirecto a la escuadra que le redimió de su error en el 1-0 y levantó al espectador universal, neutral o no, de su asiento.

Desde Sochi a Montevideo, pasando incluso por México y, me atrevo a pensar que Inglaterra.

¿Qué me dices,  Gary?

Organización, talento, campeonatos

{Banda sonora: Simply the Best – Tina Turner}

Por ALEX OLLER

Organizations win championships”, soltó un día Jerry Krause, general manager de los Chicago Bulls ganadores de seis campeonatos de la NBA de la mano de Michael Jordan.

La observación, referente a la relevancia del poder organizativo y ejecutivo de la franquicia en el éxito deportivo del equipo, le valió el escarnio público de quienes interpretaron sus palabras como un menosprecio a los jugadores, concretamente a Jordan.

Seguramente Krause, sin duda resentido por el maltrato al que le sometió durante años su estrella, destilara cierto rencor a quienes no supieron valorar a tiempo su brillante labor en los despachos.

Pero su mensaje, también encaminado a subrayar el trabajo y dedicación de empleados de club anónimos, sigue vigente hoy en día: el talento solo no basta.

Y ello viene a colación del Mundial de Rusia, así como del imperante discurso respecto a las últimas Finales de la NBA, en que los Warriors barrieron 4-0 a los Cavaliers de LeBron James.

Los que ahora defienden su candidatura a mejor jugador de la historia, por encima incluso del mismísimo Jordan, no solo apuntan a sus recientes méritos estadísticos, obviamente impresionantes, sino que se abonan también a la teoría de que el apodado ‘King James’ se ve obligado a tirar del carro en un equipo mediocre. Y a menudo, sin éxito.

Pero lo que convenientemente obvian es que James eligió los bueyes, las ruedas, la caja, las riendas y hasta el relleno de los cojines del carro.

En el supuesto debate MJ-Lebron, servidor tiene muy claras sus preferencias, así como la estadística reina:

James: nueve Finales disputadas, con balance de 3-6, incluidas dos barridas en contra y tres trofeos de MVP.

Michael Jordan: seis Finales, seis victorias, seis MVPs.

A Jordan nunca le dejaron en cero en una serie al mejor de siete, y  desde luego jamás perdió sin pelear, como demuestra su épico récord de 63 puntos en Playoffs,  en su segunda campaña –esa sí, con un equipo de segunda– en Boston.

Take that for data, que diría David Fizdale.

En cuanto al argumento de la falta de recursos, conviene recordar que Kyrie Irving prefirió jugar en los Celtics a seguir una temporada más junto a James, quien tampoco encajó con su sustituto, Isaiah Thomas, así como con tantos otros compañeros o entrenadores previos.

La autoridad acarrea responsabilidad.

Y en esa encrucijada se separan los legados de James y Jordan. El primero asumió plenos poderes en Cleveland con menos éxito que en Miami, donde Pat Riley limitó su influencia; al segundo, mal le pesara, no le dejaron ejercer de cacique más allá de la cancha.

Krause mandó a Charles Oakley, gran a amigo de Jordan, a los Knicks a cambio de Bill Cartwright, ancla interior de los tres primeros campeonatos de Chicago, y relevó al popular Doug Collins por Phil Jackson.

Las decisiones le costaron enemistarse con el mejor jugador de la historia, pero el arquitecto de la dinastía luce hoy banderola en el estadio de los Bulls junto a Jordan, Jackson, Scottie Pippen y media docena de trofeos.

La ecuación, tantos años después, continúa cuadrando.

Organización, más talento, igual a campeonatos.

Y, trasladada al fútbol argentino, debería ser también válida para Leo Messi .

Mais fresco, mais fofo, mais Bimbo

{Banda sonora: El tiempo pasa… despacico – Joaquín Reyes/Madonna}

Por ALEX OLLER

Estábamos en Monterrey para, entre otras cosas, ver la final de la Eurocopa que, en 2004, aún no se televisaba en Estados Unidos; y mi jefe, ya por entonces un ludópata empedernido, no se podía creer que fuera a apostarle a Grecia contra Portugal.

“Pero es en Lisboa…”, subrayó.

“Exactamente”, zanjé a lo Clint Eastwood, convencido de que el factor cancha le iba a jugar en contra al equipo de Luiz Felipe Scolari donde, por entonces, empezaba a despuntar un tal Cristiano Ronaldo.

Ya saben cómo acabó la historia (de lo contrario, no estaría recordándola aquí): 1-0 para Grecia con gol de córner de Angelos Charisteas y llantos desconsolados de Cristiano y la fanaticada lusa, que no superó el trauma hasta amargarle la fiesta a Francia en París, hace justamente dos años.

Esa vuelta de hoja, con Ronaldo a la cabeza, obliga a la reflexión a los que a menudo caemos en la trampa de pensar que la gente, y por ende los equipos, no evolucionan.

Nunca me gustó Ronaldo, cuyo juego de cara a la galería irrita lo más profundo de mi particular sensibilidad futbolística. Pero, ¿Cómo negar su dedicación, progresión y relativa maduración 14 años después de aquel fiasco?

Lo mismo me ocurre, al fin y al cabo, con Lebron James: nula simpatía, pero creciente admiración por su obra baloncestística. Aunque mejor dejemos el debate comparativo con Michael Jordan para otra ocasión.

Con poco más que los goles de Ronaldo, Portugal cuenta por ahora cuatro puntos en el Mundial de Rusia tras un agónico empate con España, cortesía del tipo al que nos encanta odiar, y victoria por la mínima ante la rocosa Marruecos, con otro tanto del ya máximo cañonero del torneo; el único capaz de discutirle la pelota a Leo Messi y el foco a Neymar.

Resulta incomparable la Cristiano Experience: poco antes de lanzar su magistral tiro libre contra España, no pudo evitar arremangarse el pantalón para lucir cuádriceps, un guiño más a las cámaras –de televisión y miles de smartphones–, que generó no poca guasa entre los colegas de la oficina. Segundos después, la sorna se tornó fascinación en forma de aspavientos.

Conmoción. Evolución. Rendición.

Aunque los considero entrañables y guardo un gran recuerdo de su país, tampoco me acabó de convencer nunca la determinación de mis amigos portugueses, cercanos –quizás no solo geográficamente– a la estereotipada indecisión tan propia de las tierras gallegas.

De allí mi apuesta por Grecia en 2004.

Apenas dos años después, con motivo de otro viaje memorable, no pude evitar una sonrisa al toparme con un llamativo cartel publicitario a las afueras de la bella Lisboa.

Mais fresco, mais fofo, mais Bimbo.

Lo de fofo me hizo una gracia tremenda. Como si tras el adjetivo elegido para promocionar ese pan de molde se ocultaran los secretos sobre el origen de la misteriosa saudade y demás complejos a menudo atribuidos –justa o injustamente– al país vecino.

Pero el tiempo pasa.

Y algunos, para sorpresa de propios y extraños, evolucionamos.

La cuestión suele estar, más allá de la coincidencia de lugar y hora, en quienes y cómo.

Rugió el cañón

{Banda sonora: Heavy Metal – Manowar}

Por ALEX OLLER

Dice Jorge Valdano que Francia acostumbra a marcar el primer gol antes del silbato inicial, cuando sus jugadores y aficionados cantan a pleno pulmón La Marsellesa, himno sin paragón en cuanto a poso, melodía y romanticismo.

El de México es otra cosa. Menos sutil, desde luego, pero ardor guerrero no le falta. Más heavy metal que canción francesa, como si de un concierto de Manowar se tratara, apela tanto a la tierra como la sangre, el valor o el honor, Dios.

Y sí, también cañones.

“mexicanos, al grito de guerra

el acero aprestad y el bridón,

y retiemble en sus centros la tierra.

al sonoro rugir del cañón”

Le guardo especial cariño a México, pero no andaba especialmente esperanzado con su papel en este Mundial, sin duda escarmentado como tantos otros por anteriores decepciones y la llamada maldición del quinto partido.

Sin excesivas expectativas y –casualidades de la vida, a dos pases del Goethe Institut de Montevideo–, me senté el domingo a ver el debut del ‘Tri’ ante Alemania; y lo que contemplé me dejó gratamente impresionado. Los entrenados por el colombiano Juan Carlos Osorio no solo ganaron a la campeona del mundo en Moscú, sino que lo hicieron de forma más que convincente, con una disciplina táctica admirable en defensa y automatismos plenamente asimilados en sus peligrosas transiciones ofensivas.

El México acomplejado y dubitativo que esperaba tras una incierta fase de clasificación, salpicado por escándalos dignos de telenovela, se transformó en un equipo académico, comprometido y con el punto de pasión propio de quien considera que llegó su hora.

Curiosamente, le faltó en ocasiones el picante que tanto caracteriza su gastronomía. Sobre todo en el primer tiempo, cuando maniató a Alemania y se plantó hasta en cuatro ocasiones ante el arco de Manuel Neuer.

El teórico punto fuerte de la selección norteamericana, la delantera formada por Chicharito Hernández, Carlos Vela, Miguel Layún y el goleador Irving Lozano, se reveló bastante más torpe que el resto del equipo, liderado por un imperial Héctor Herrera en el mediocampo.

Y pese a la pólvora algo menos seca de lo recomendado, el ‘Tri’ peleó, sufrió y ganó.

Tres puntos en el saco y líder del grupo F, y más tras tumbar al campeón vigente, no es solo un excelente comienzo para México. A tenor de lo visto en el estadio Luzhniki, es también un serio aviso a navegantes.

Sonoro, contundente y con múltiples destinatarios.

Damas y caballeros, rugió el cañón en Rusia.

A todas luces innecesario

{Banda sonora: De Ti sin Mí – Delafé y Las Flores Azules}

Por ALEX OLLER

La diferencia horaria entre Uruguay y España me privó del disfrute en directo del improvisado sainete en que acabó derivando la destitución de Julen Lopetegui, y que bien podría haberse titulado Desde Rusia con rubor, de no ser porque la pieza se jugó a tres bandas entre Krasnodar, Madrid y un no tan lejano mundo de nombre Bizarro.

Como no podía ser de otra manera, mi fuente de información fue Daniel, el portero (de mi apartamento en Montevideo, no de la selección española), quien me interpeló de buena mañana con un ya memorable “¿viste que echaron a Lopetegui?”.

A bote pronto,  sentí que tal golpe de teatro era a todas luces innecesario a estas alturas de la jugada.

Puede que la decisión tomada por el presidente de la federación fuera la correcta, aunque quizás no la más apropiada, dadas las circunstancias.

Desde luego, necesaria no pareció.

Innecesario también es que el Real Madrid anuncie el fichaje de Lopetegui a tres días del debut mundialista contra Portugal.

Innecesario es, ya puestos, que el Madrid fiche a un técnico cuyo mayor gancho en el currículum parece ser el membrete de la empresa de representación de Jorge Mendes.

Innecesario es que salga a lucir influencia la vieja guardia mediática, de uno y otro bando, sin mayor interés que el de mirarse una vez más al espejo tras la surrealista jornada (y las que seguirán).

Innecesario es que los futbolistas apelen a la unidad en las redes sociales, algunos citando referencias tan ocurrentes como las de un equipo de baloncesto de la universidad de Michigan; la misma que acabó desposeída de títulos y partida en dos poco después.

Innecesario es que el Madrid programe la presentación de Lopetegui coincidiendo con el último entrenamiento de España previo al estreno.

También es del todo innecesario que mi amigo Luis y sus colegas de trabajo, todos funcionarios de la municipalidad de Montevideo, junten ‘plata’ para comprar un televisor y ver los partidos de Uruguay en horas de trabajo.

Es innecesario que me plante a mediodía en el lobby de un hotel para ver en directo el Rusia,  5 – Arabia Saudita, 0 de la jornada inaugural.

Y que con el mentado Luis aún nos juntemos periódicamente para completar el álbum de cromos de Panini. A nuestra edad.

Tan innecesario como el viernes libre declarado por la Universidad Católica del Uruguay para apoyar sin tapujos a ‘la celeste’, como bien observa Quim Monzó (Gràcies Edu).

Igual de innecesario que servidor le apueste 500 pesos a Uruguay campeón en la penca de la oficina.

¿Pero innecesario, innecesario?

Innecesaria, más que nada, esta columna.

Que quieren que les diga… cosas del Mundial

La Maison du Vélo

{Banda sonora: Bussiness As Usual – Men At Work}

Por ALEX OLLER

¿Se imaginan llegar a una ciudad foránea, con el coche averiado antes de emprender una largas vacaciones y, pasadas apenas unas pocas horas, estar listo para emprender el camino de salida con el automóvil ya sí a punto, sin más coste que el de las propias piezas sustituidas, y con el beneficio de un taller de reparación gratuito?

Sinceramente, suena demasiado bueno como para ser verdad.

Y sin embargo, eso es lo que ofrecen, versión transporte ecofriendly, los simpáticos chicos de La Maison du Vélo de la ciudad de Toulouse, habitual punto de partida de los cicloturistas con intención de recorrer el transitado Canal du Midi que desemboca en el mar Mediterráneo o su versión oceánico-atlántica, el no menos bello Canal du Garonne.

Allí me paré, cual Don Quijote sin Rocinante, junto a mi esposa y con mi maltrecha bicicleta, recién pintada color rojo carruaje –así denominan el tinte en la casa de pinturas–, pero sin la debida puesta a punto, dado que la tarea artística prevaleció sobre la mecánica durante la ardua semana de pre-producción.

Asentada sobre una antigua esclusa del canal frente a la estación de trenes, La Maison du Vélo exhibe un gran cartel rojo en la fachada, aunque su verdadera naturaleza no se revela de primeras, con lo que uno no sabe muy bien si se trata de un taller, un hospedaje, un restaurante, o una casa-museo.

Con la consecuente actitud titubeante me acerqué pues, pie a tierra, a la entrada del local, y pronto me percaté que se trataba de todas esas cosa a la vez: bicicletas de diverso pelaje colgando de las paredes, piezas de recambio – nuevas y de segunda mano–  debidamente ordenadas y repartidas a lo largo y ancho del local, sillas y mesas ocupando su coqueta terraza con servicio de menú de día y noche, y hospitalidad incondicional; si bien mi primer encuentro con Mat pecó de cierta falta de comprensión por mi parte.

-“Hola, busco un mecánico”, dije a modo de saludo.

-“Soy un mecánico”, contestó Mat.

-“Tengo un problema con mi bici: se me han roto dos radios, y hay que repasar los frenos”, expuse.

-“Ahora no puedo. Estamos ocupados. Pero puedes volver por la tarde, que hacemos un taller diario, y te enseñaremos a reparar tu bici. Así te la arreglas tú mismo”, explicó.

-“¿Yo mismo? ¿Y las piezas?”, pregunté incrédulo.

-“Sí, tú mismo”, insistió con naturalidad Mat, pitillo en mano, como si me estuviera dando conversación al otro lado de la barra de un saloon. “Puedes utilizar las piezas que tenemos aquí, que son de segunda mano. Te ayudaré a encontrar lo que necesitas, y te enseñaremos a cambiar los radios y lo que haga falta”.

-“Y el taller… ¿Cuánto vale?”

-“Nada. Es para nuestros afiliados, pero puedes dejar algo en la caja, lo que te parezca, si es que te parece”, zanjó, faltándole solo completar la escena digna de western con un trago seco de whisky.

-“Vale, pues nos vemos luego. A las dos y media estaré aquí”, le cité a modo vaquero, concluyendo el ritual con un ligero toque de casco aerodinámico y mueca de hombre confiado en sus posibilidades.

Y así transcurrió nuestra primera tarde en Toulouse, con las manos manchadas de grasa entre herramientas, tuercas, radios, ruedas, viejas piezas de manillares, sillines, caballetes y demás componentes básicos de una bicicleta.

Se apiadó de nosotros el locuaz, risueño, polifacético y habilidoso Alain, uno de los pacientes colaboradores del taller mecánico de La Maison du Vélo, proyecto sin ánimo de lucro –también con oferta comercial– orientado a potenciar el uso universal de la bicicleta como modo de transporte y de ocio, particularmente entre los jóvenes.

Y la cosa funciona: mientras mi esposa y yo andábamos de un lado a otro, siempre de la mano de Alain, trabajando en nuestro vélos –aunque él prefiere el término original de biciclete por su género femenino– un constante flujo de regulares visitaba el local, ya fuera para un apaño de urgencia, encontrar un accesorio a medida o, simplemente, gozar de la charla y el compadreo con la peña ciclista.

Entre chistes, lecciones de mecánica y de vida, las tres horas del taller nos pasaron volando, y de allí salimos con Rocinante y Baguira como nuevas; el módico coste de las piezas nuevas –una cubierta trasera, dos cintas protectoras de llanta, una cadena y un casete– apenas alcanzó unos 40 euretes, quedando el asunto resuelto con un par de rondas de cerveza y brindis junto al equipo estelar de colaboradores.

Tres días más tarde, con 67 kilómetros ligeramente recorridos a nuestras espaldas, gozábamos de un café en la coqueta localidad de Montauban, disfrutando también por televisión de la apasionante novena etapa del Tour de Francia, entre Nuanta y Chambéry.

En pleno fragor de la batalla, al entonces maillot amarillo y tres veces ganador de la prestigiosa Grande Bloucle, Chris Fromme, le dio un ataque de pánico, al percatarse de un problema mecánico en su bicicleta, y el después breve líder, Fabio Aru, aprovechó sus aspavientos para lanzar un ataque fallido, que el británico neutralizó poco después.

Un leve codazo zanjó el incidente, susceptible de quebrantar el siempre subjetivo código no escrito del pelotón. Y la cosa no pasó de un susto para mi admirado Froome, hoy nuevamente en cabeza.

Pero en el momento pensé: “Ay, campeón, esto no te hubiera ocurrido si hubieras pasado antes por La Maison du Vélo”.

¡Wonder Woman al rescate!

{Banda sonora: No Guts. No Glory – Airbourne}

Por ALEX OLLER

La verdad, nunca fui demasiado de superhéroes, quizás traumado por un esperpéntico retrato infantil en que, junto a mis compañeros de guardería, Batman, Superzorra y Superman, posaba disfrazado de rechoncho enanito con gesto compungido.

Reconozco que el Caballero Oscuro tiene su encanto, con su estética de lo más dark, el fiel mayordomo a disposición 24/7 y la ostentosa mansión a las afueras de Gotham City, el mejor telón de fondo del mundo del cómic.

Pero desde ya me considero también fan incondicional de Wonder Woman, la intrépida niña criada por Amazonas, hija de Zeus y que, una vez descubiertos sus superpoderes, se dispone a salvar a la humanidad de su propia tendencia a la autodestrucción combatiendo a Ares, el insaciable dios griego de la guerra.

Todo esto lo sé porque me acerqué ayer a la Sala Phenomena, ese maravilloso proyecto digno de superhéroes de la distribución, para visionar comme il faut, la nueva película sobre la heroína universal que en su día creó la factoría de DC Comics.

Aunque el personaje surgió originalmente en 1941 de la maravillosa mente de William Moulton Martson, un reputado psicólogo que también inventó la máquina detectora de mentiras, fiel relflejo del lazo de la verdad al que a  menudo recurre nuestra Mujer Maravilla.

Y esto lo sé porque hace cosa de un año, escuchando el programa Fresh Air que conduce Terry Gross en la NPR norteamericana, y gracias al concienzudo estudio de Jill Lepore, autora del libro La historia secreta de Wonder Woman, me enteré de que Martson tenía también una amante y vivía en consentido menage a trois con su reconocida esposa.

Sí, el creador de la mas popular de las superheroinas del cómic, declarado feminista y defensor del sufragio universal, compartía casa y vida con dos mujeres aparentemente más que conformes con el peculiar y oculto arreglo sentimental, desde luego inédito para la época.

Lepore explicaba como Martson, criticado en algunos sectores por caracterizar a Wonder Woman encadenada con toques supuestamente sado y sometida por los hombres, se interesó originalmente por el movimiento sufragista que lideraba entonces Margaret Sanger, también activista en defensa de los derechos de la mujer y el control de la natalidad y –vea usted por donde– tía de la amante del polifacético autor de historietas.

Las cadenas fueron un elemento clave de la simbología en la lucha sufragista, del mismo modo que la estética pseudo-erótica pin-up de la época inspiró en parte el look final del personaje ideado por Martson para contrarrestar el campo de nabos que por entonces se extendía en el ámbito del cómic norteamericano: Batman, Superman, Spiderman… Eso sí, nada se sabía aún del irreductible Gnomoman.

Pero volvamos a la película.

La cinta, magistralmente dirigida por Patty Jenkins, también realizadora de la magnífica Monster o las series Entourage y Arrested Development, es un prodigio cinematográfico en toda regla con relato, espectacular escenografía, trepidante banda sonora y actores y actrices de peso como las siempre estupendas Robin Wright y Connie Nielsen, el pujante Chris Pine –igualmente excelente en la muy recomendable Come Hell or High Water– y David Thewlis, otro prodigio de la escuela británica de interpretación al servicio de una superproducción inconfundiblemente hollywoodiense… y a mucha honra.

Las dos horas y cacho de duración me pasaron volando, atento siempre a las evoluciones de la innegablemente carismática Gal Gadot, hecha a medida del rol de Diana Prince, valiente Amazona de ideales universales, que reparte hostias como panes en combate contra el mal y, camino de sus nobles propósitos, arrastra un creciente séquito de fieles seguidores, esperanzados en alcanzar algún día Utopía.

Cuenten entre ellos a un intrépido enanito, irremediablemente adherido a la magna y eterna causa de Wonder Woman: el rescate de la humanidad.