El partido que todos quisimos jugar

{Banda sonora: Insurreción– El Último De La Fila}

Por ALEX OLLER

-¡Bzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzt!

-Sí…

-¿Bajas?

-Voy.

Y así, día tras día, con ese mínimo dialogo de sonido enlatado de interfono, se iniciaba con mi primo Felipe el ritual futbolero del barrio, que seguía con el eco del balón retumbando por el mármol de las escaleras, ocasional gruñido de algún irritable vecino, y ese sentido “¿qué pasa maricón?” como saludo de rigor.

Luego venía el goteo de sospechosos habituales, sorteo de capitanes mediante zic-zac-zuc o el estrictamente manual piedra-papel-tijera, y elección de equipos al estilo clásico, como en el Draft de la NBA, aunque sin tanta fanfarria.

La liturgia se repetía cada tarde en la polvorienta plaza para descanso de algunos mayores necesitados de intimidad y alarma de otros, todavía en horario de obligaciones familiares con los más chicos, a menudo víctimas colaterales de pelotazos extraviados, con un singular olfato para los carritos de bebé que frecuentaban la periferia.

Una vez definidos los bandos, que podían oscilar entre formaciones de tres contra tres o 15 contra 15, o incluso conllevar una tercera que esperaba turno en el banco para relevar la perdedora, empezaba el partido. Este generalmente se jugaba a tantos goles, salvo que algún esporádico guayón llevara encima un reloj digital Casio, de esos con cronometro; y aun así, generalmente se escogía –inevitable discusión mediante–  la opción del marcador imaginario.

Los motivos para la polémica eran incontables: desde el tanteo, gol arriba, gol abajo, hasta los invisibles límites del terreno de juego o la aplicación del variable reglamento, pasando por la elección de la pelota, sujeta a todo tipo de estudios relativos a la presión del aire, estado de las costuras, tamaño o pura superstición.

A veces caía alguna piña, básicamente cuando alguien se pasaba de listo, pero eran las que menos. En el fútbol de barrio no había más árbitro que el consenso espontáneo, y a partir de allí se trazaban las líneas maestras en cuanto a lo permitido. Tampoco existía otro VAR que el que se escribía con B tras una de las porterías; y ese mejor ni mirarlo, no fuera a colarse un pelotazo sin retorno. Y nadie, nadie, nadie simulaba otra cosa que no fuera un remate de los que veíamos por televisión.

El partido era infinito, fuera ya porque la jornada derivara en un sinfín de múltiples partidos fundidos en uno solo –incluso a veces simultáneos y entrecruzados, añadiendo al desconcierto general–, o porque el original se jugara sin mayor límite que aquel aleatorio alarido de “¡el último gana!”, concepto precursor de lo que luego bautizaría la FIFA como gol de oro.

Hay que ser cursi…

Para entonces, la noche, atenuada por una luz artificial del todo insuficiente, imposibilitaba ya la apropiada visión del balón, convertido en un arma de imprevisible trayectoria para propios y extraños. Muchos habían desertado antes, interpelados por otro primitivo grito de carácter mucho más persuasivo: el de sus madres convocando a la cena desde el balcón o, peor aún, la portería (de casa).

Una ducha rápida en el mejor de los casos, algún remiendo costurero y posiblemente corporal con la consiguiente reprimenda materna, y a reponer fuerzas para la batalla del día siguiente, rebobinando mentalmente, entre sorbo y mordisco, la cinta de las mejores jugadas de la jornada conforme el sueño envolvía los pensamientos de épica balompédica.

Pienso en aquellas tardes ahora, cuando leo que Inglaterra y Bélgica juegan el sábado “el partido que nadie quiere jugar”, por el tercer puesto del Mundial de Rusia.

Pienso en los grandes encuentros que nos ha deparado este torneo, en los goles que han marcado Harry Kane y Romelu Lukaku, los disparos de Dele Alli y los regates de Eden Hazard, las paradas de Jordan Pickford y Thibaut Courtois, y el enorme espectáculo teatral y mediático que viene a ser una Copa del Mundo.

Y pienso como cada uno de ellos, antes de acostumbrarse al calor de los focos y el rugir de la grada, sintió alguna vez ese llamado eternamente puro, infantil si se quiere, pero tan o más poderoso que cualquier himno nacional:

-¡Bzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzt!

-¿Bajas?

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