Por ALEX OLLER
Lo declaró mi amigo Pepón, ya a pocos días de celebrar el medio siglo de condecorada existencia, con motivo de una impactante y no tan lejana fotografía en que aparecía en pleno free-ride descendente, impulsado por cómplices nocturnos, incrustado en un carrito de la compra, la risa suelta e incipiente calva al viento.
“La noche me confunde”, soltó, con mueca de pillín.
Pues algo parecido me pasa a mí con Draymond Green, mira tú.
El tipo me confunde hasta el punto que no sé si vamos todos dentro de un carrito de la compra que él empuja hacia una montaña rusa de emociones, o es él quien nos saluda alegremente acomodado desde su interior, sin perder ocasión de vacilarnos con lo que viene.
Allí estaba yo anoche, estirado en el sofá, dispuesto a gozar del primer partido de playoffs de la NBA en la serie entre Warriors y Trailblazers. La esperanza era que Portland pudiera plantar cara a los actuales subcampeones. Y desde luego que lo hizo, durante tres cuartos en que CJ McCollum y Damian Lillard dieron un maravilloso recital anotador, con jugadas de uno contra uno crecientes en dificultad, cada una de ellas una aventura selvática que lograban resolver con determinación e hipnotizantes arabescos.
Hasta que apareció Draymond.
Y es que Green, como Kobe Bryant antes y Lebron James ahora, se ha ganado a pulso el reconocimiento exclusivo por nombre de pila. Tal es su impacto en el juego, aunque para decantar la balanza no necesariamente requiera, como tantos otros, de desorbitadas cifras anotadoras.
Draymond, que hasta entonces había transitado por el partido en segundo plano pese a sus reiterados esfuerzos por chupar cámara con sus ya habituales postureos, emergió en todo su esplendor al inicio del último cuarto con empate en el marcador y, como quien suelta un carrito de la compra cuesta abajo, impulsó un parcial de 15-2 favorable a los Warriors que decidió la contienda.
Poco importaron ya las sobrecogedoras penetraciones de Lillard o las plásticas suspensiones de McCollum, a quienes el multiusos de Golden State provocó incesantemente con su infatigable “trash-talking”. Draymond se adueñó definitivamente de la escena exhibiendo lo mejor –y en ocasiones peor– de su particular repertorio.
Destacaron –además de sus 17 puntos en serie de seis de 10 con tres triples de cuatro intentos, 12 rebotes, nueve asistencias y tres robos– sus cinco tapones, uno de ellos sobre un desbocado intento de mate de Lillard, a quien no olvidó soltar un recado en la última posesión, ya camino del vestuario.
Genio y figura hasta el final, Draymond me sometió a un vaivén de contradicciones durante los 48 minutos que duró el bello sueño de los Blazers, despertados a golpe de defensa, cortesía de uno de los jugadores más polarizantes que recuerde, capaz de seducir e irritar simultáneamente.
La comparación con Dennis Rodman surge al vuelo, aunque “El Gusano” era un jugador mucho más limitado en el apartado ofensivo. Como su predecesor, el provocador de Golden State disfruta del juego psicológico con constantes salidas de tono que, a menudo, se salen de madre.
Su entrenador, Steve Kerr –también ex compañero de Rodman–, parece entender mejor que nadie como y cuando tensar la cuerda con un competidor único por su capacidad desestabilizadora, tanto en lo puramente baloncestístico como en lo emocional.
Los demás, entretanto, asistimos estupefactos a sus fascinantes exhibiciones rebeldes, siempre con cara de pillín.