{Banda sonora: Je veux – Zaz }
Por ALEX OLLER
A la generación de españoles que crecimos con imágenes de camiones de fruta volcada en la frontera y la traumática instantánea de aquel balón que se escurrió sorpresivamente bajo la axila del idolatrado Luis Miguel Arconada, nos costará siempre contemplar con cierto cariño deportivo a Francia .
La derrota en la final de la Eurocopa de 1984, la primera decepción deportiva que recuerdo, aún escuece y seguirá haciéndolo hasta la eternidad, por mucho que España haya ganado dos títulos continentales desde entonces y superado a los bleus en el palmarés.
Clasificamos tras aquel épico 12-1 a Malta, eliminamos en la fase de grupos a Alemania con un agónico cabezazo de Antonio Maceda, luego a Dinamarca en la tanda de penales, y nos plantamos en la final de París con un equipo de leyenda pero sin los sancionados Maceda y Rafa Gordillo, el de las medias bajadas, regates sinuosos y centros académicos.
Sí jugamos con José Antonio Camacho, que barría con todo en defensa, tres faros en el mediocampo como Juan Señor, Francisco López y Ricardo Gallego, y un cabeceador de época en punta, con apellido evocador de tardes veraniegas de cuaderno y lápiz: Carlos Santillana.
Pero el indiscutible héroe al que nos agarrábamos todos era Arconada.
Al contrario que hoy en día, cuando aparentemente todo lo sabemos de los futbolistas –incluido lo que no queremos saber–, por entonces la información se ceñía prácticamente a lo deportivo y nos llegaba en cuentagotas.
Poco o nada conocíamos del portero de la selección, salvo que había salido campeón de liga con la Real Sociedad, lucía un pintón jersey Adidas (luego Le Coq Sportif) que era la envidia de todos en el colegio, y que nació para ser arquero por sus espectaculares paradas y ese nombre de leyenda, casi místico.
Arconada.
El mejor valor de Francia no era otro que el hoy defenestrado presidente de la UEFA Michel Platini; aunque los bleus contaban con un gran equipo, semifinalista dos años antes en el Mundial de España, así como dos después en México’86.
Por ello, cuando Platini, uno de los grandes talentos de su era, depositó el balón cuatro palmos a la izquierda de la media luna para ejecutar un tiro libre digno de duelo de western con Arconada, contuvimos un poco la respiración, pero siempre creyendo en los súper-poderes de nuestro infalible héroe nacional.
Y entonces pasó lo que, aún hoy, nos parece inconcebible.
Platini disparó al palo del portero, un tiro más bien tibio y descendente conforme la pelota se acercaba a cámara lenta hacia Arconada, que pareció embolsarla por un instante… el que bastó para que ésta se le escapara incomprensiblemente y cruzara la línea de gol ante el desespero del meta y de toda una generación.
Arconada explicaría años más tarde la desafortunada traición del balón al salir escupido por la presión del cuerpo “como en una piscina”. Y el propio Platini, en un gesto que le honra, lamentó haber ganado el título con un tanto indigno de la calidad de ambos futbolistas.
El partido, desde luego, ni lo perdió el portero ni lo ganó el diez. A falta de agendar una revisión completa de la cinta –aún no me siento emocionalmente preparado y, no nos engañemos, quizás nunca lo esté–, en el recuerdo prevalece una final tensa, con mayor llegada de España y mejor pegada de Francia; además de un arbitraje descaradamente casero del árbitro, cuyo nombre prefiero no rescatar.
Todo esto para recordar que Francia, actual subcampeona europea tras perder la última final contra Portugal, de nuevo en París, se jugará el título mundial el domingo en Moscú ante una pujante Croacia.
Los balcánicos, como la España del 84, alcanzan la cita hechos unos zorros, tras superar dos tandas de penaltis y tres partidos consecutivos con prórroga, el último una epopeya de traca ante la poderosa Inglaterra.
La final, igual que aquella analógica en el Parque de los Príncipes, se antoja apasionante.
Poco queda ya por pedirle a este Mundial de Rusia, hasta ahora de lo más entretenido en cuanto a espectáculo futbolístico.
Tan solo una cosa, en pro de la deportividad y honor a la historia:
Que gane el mejor.