La Maison du Vélo

{Banda sonora: Bussiness As Usual – Men At Work}

Por ALEX OLLER

¿Se imaginan llegar a una ciudad foránea, con el coche averiado antes de emprender una largas vacaciones y, pasadas apenas unas pocas horas, estar listo para emprender el camino de salida con el automóvil ya sí a punto, sin más coste que el de las propias piezas sustituidas, y con el beneficio de un taller de reparación gratuito?

Sinceramente, suena demasiado bueno como para ser verdad.

Y sin embargo, eso es lo que ofrecen, versión transporte ecofriendly, los simpáticos chicos de La Maison du Vélo de la ciudad de Toulouse, habitual punto de partida de los cicloturistas con intención de recorrer el transitado Canal du Midi que desemboca en el mar Mediterráneo o su versión oceánico-atlántica, el no menos bello Canal du Garonne.

Allí me paré, cual Don Quijote sin Rocinante, junto a mi esposa y con mi maltrecha bicicleta, recién pintada color rojo carruaje –así denominan el tinte en la casa de pinturas–, pero sin la debida puesta a punto, dado que la tarea artística prevaleció sobre la mecánica durante la ardua semana de pre-producción.

Asentada sobre una antigua esclusa del canal frente a la estación de trenes, La Maison du Vélo exhibe un gran cartel rojo en la fachada, aunque su verdadera naturaleza no se revela de primeras, con lo que uno no sabe muy bien si se trata de un taller, un hospedaje, un restaurante, o una casa-museo.

Con la consecuente actitud titubeante me acerqué pues, pie a tierra, a la entrada del local, y pronto me percaté que se trataba de todas esas cosa a la vez: bicicletas de diverso pelaje colgando de las paredes, piezas de recambio – nuevas y de segunda mano–  debidamente ordenadas y repartidas a lo largo y ancho del local, sillas y mesas ocupando su coqueta terraza con servicio de menú de día y noche, y hospitalidad incondicional; si bien mi primer encuentro con Mat pecó de cierta falta de comprensión por mi parte.

-“Hola, busco un mecánico”, dije a modo de saludo.

-“Soy un mecánico”, contestó Mat.

-“Tengo un problema con mi bici: se me han roto dos radios, y hay que repasar los frenos”, expuse.

-“Ahora no puedo. Estamos ocupados. Pero puedes volver por la tarde, que hacemos un taller diario, y te enseñaremos a reparar tu bici. Así te la arreglas tú mismo”, explicó.

-“¿Yo mismo? ¿Y las piezas?”, pregunté incrédulo.

-“Sí, tú mismo”, insistió con naturalidad Mat, pitillo en mano, como si me estuviera dando conversación al otro lado de la barra de un saloon. “Puedes utilizar las piezas que tenemos aquí, que son de segunda mano. Te ayudaré a encontrar lo que necesitas, y te enseñaremos a cambiar los radios y lo que haga falta”.

-“Y el taller… ¿Cuánto vale?”

-“Nada. Es para nuestros afiliados, pero puedes dejar algo en la caja, lo que te parezca, si es que te parece”, zanjó, faltándole solo completar la escena digna de western con un trago seco de whisky.

-“Vale, pues nos vemos luego. A las dos y media estaré aquí”, le cité a modo vaquero, concluyendo el ritual con un ligero toque de casco aerodinámico y mueca de hombre confiado en sus posibilidades.

Y así transcurrió nuestra primera tarde en Toulouse, con las manos manchadas de grasa entre herramientas, tuercas, radios, ruedas, viejas piezas de manillares, sillines, caballetes y demás componentes básicos de una bicicleta.

Se apiadó de nosotros el locuaz, risueño, polifacético y habilidoso Alain, uno de los pacientes colaboradores del taller mecánico de La Maison du Vélo, proyecto sin ánimo de lucro –también con oferta comercial– orientado a potenciar el uso universal de la bicicleta como modo de transporte y de ocio, particularmente entre los jóvenes.

Y la cosa funciona: mientras mi esposa y yo andábamos de un lado a otro, siempre de la mano de Alain, trabajando en nuestro vélos –aunque él prefiere el término original de biciclete por su género femenino– un constante flujo de regulares visitaba el local, ya fuera para un apaño de urgencia, encontrar un accesorio a medida o, simplemente, gozar de la charla y el compadreo con la peña ciclista.

Entre chistes, lecciones de mecánica y de vida, las tres horas del taller nos pasaron volando, y de allí salimos con Rocinante y Baguira como nuevas; el módico coste de las piezas nuevas –una cubierta trasera, dos cintas protectoras de llanta, una cadena y un casete– apenas alcanzó unos 40 euretes, quedando el asunto resuelto con un par de rondas de cerveza y brindis junto al equipo estelar de colaboradores.

Tres días más tarde, con 67 kilómetros ligeramente recorridos a nuestras espaldas, gozábamos de un café en la coqueta localidad de Montauban, disfrutando también por televisión de la apasionante novena etapa del Tour de Francia, entre Nuanta y Chambéry.

En pleno fragor de la batalla, al entonces maillot amarillo y tres veces ganador de la prestigiosa Grande Bloucle, Chris Fromme, le dio un ataque de pánico, al percatarse de un problema mecánico en su bicicleta, y el después breve líder, Fabio Aru, aprovechó sus aspavientos para lanzar un ataque fallido, que el británico neutralizó poco después.

Un leve codazo zanjó el incidente, susceptible de quebrantar el siempre subjetivo código no escrito del pelotón. Y la cosa no pasó de un susto para mi admirado Froome, hoy nuevamente en cabeza.

Pero en el momento pensé: “Ay, campeón, esto no te hubiera ocurrido si hubieras pasado antes por La Maison du Vélo”.

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