{Banda Sonora: A veces cuesta llegar al estribillo – Rosendo}
Por ALEX OLLER
Escribía Joaquín Luna, en su columna habitual de La Vanguardia publicada hace unos días, que “Junio es mes de promociones: quien no aprecia una promoción no sabe lo que es el fútbol”.
Asentí con la cabeza y, con ese espíritu indómito-primaveral-hedonista-en-paro que me caracteriza, le di una vuelta de tuerca al descarado plan de auto invitarme a la sede elegida por la familia Palacio Román para ver el Getafe-Huesca, partido de vuelta de la eliminatoria de lo que hoy denominan playoff de ascenso a la Primera División.
“Qué, Marcos, ¿habemus plan? Si hace falta, la televisión la pongo yo”, incité por Whatsapp –sí, al fin caí en las redes de la ya no tan nueva moda comunicativa– , esperando que la respuesta fuera positiva en la pregunta y negativa en la segunda propuesta. Al fin y al cabo, la gracia estaba en constatar como los cuatro hermanos vivían el evento desde su hábitat natural.
Carlos puso generosamente la casa, el picoteo, y buena dosis de paciencia, Vicente la cerveza y su torrencial locuacidad, Marcos la única marca de cerveza digna de su experto paladar –Mahou Cinco Estrellas, aclaro–, y Abel un inefable look de ciclista vintage de los años ochenta –gorrita y bici incluidas– con actitud abiertamente guasona nada más aparecer en escena.
“¿Cómo ha quedado la sección del Barça de petanca?, soltó de entrada a los dos mayores, seguidores del Barcelona, y también pendientes en esos momentos de la final de fútbol sala que disputaba el club azulgrana contra el Inter Movistar.
Y es que –por si no han reparado aún en ello–, los hermanos Palacio Román son grandes aficionados al deporte, fieles espectadores desde su más tierna infancia de los Juegos Olímpicos cada cuatro años, peregrinos habituales de los diversos campeonatos de rallies en nuestro territorio, seguidores del tenis, el ciclismo, el atletismo, el baloncesto y, como no, el omnipresente fútbol.
Abel y Marcos, los dos menores, se pasaron curiosamente del Barça al Espanyol en distintos momentos vitales. El primero, tras el disgusto que le provocó la final de la extinguida Copa de Europa de 1986, pérdida contra pronóstico en Sevilla en una fatídica tanda de penales frente al Steaua Bucarest. El arrebato tránsfuga del segundo lo provocó el sentimiento más contrapuesto posible: el aburrimiento supino que le produjo el empacho de títulos en la época más reciente bajo la dirección de Pep Guardiola.
No seré yo, pese a mi acérrima defensa del credo de Pablo Sandoval en El Secreto de sus ojos, quien cuestione a estas alturas los motivos de adhesión a la debilitada causa blanquiazul. ¡Bienvenidos todos al carrusel de emociones del periquitismo! ¡Anímense, que hay sitio! ¡Que estoy hay que vivirlo!
Con el partido ya iniciado y el bagaje de 2-2 de la ida en El Alcoraz, se incorporó también el sobrino Víctor, quien practicó el atletismo tras probar el fútbol en las categorías inferiores del Europa, otro histórico centenario del fútbol catalán con pasado en Primera, subcampeón de la Copa del Rey, y actualmente relegado al relativo oscurantismo de la tercera división.
El balcón de Carlos da precisamente a la tribuna del Nou Sardenya, el coqueto estadio del barrio de Gracia; así que, mientras esperaba la llegada del clan familiar a la hora pactada, no perdí ocasión de pisar las gradas que tantas veces ocupó mi padre en su juventud, otro obcecado devoto del mal llamado fútbol de segunda.
La verdad es que el césped artificial le rebaja algo de encanto, pero el resto del teatro mantiene intacto el aroma balompédico de antaño: desde el pequeño bar a pie de cancha, donde preparan una cena para los integrantes del club, a los cuatro chavales dando patadas a la pelota en la inmensidad del verde, y hasta el panorama de la dulce puesta de sol entre edificios que abrazan el campo de juego.
Carlos dice que dejaron de ir porque el Europa hace tiempo que no juega un pimiento. Y seguramente tenga razón; pero me pregunto, pese a todo, si no prefiero cuatro balonazos en directo a unos cuantos malabares por televisión. Cuestión de gustos.
De vuelta al apartamento, el Huesca juega la bola con asueto pero pierde. Juan Cala, el rival más repudiado por los asistentes, ha adelantado al Getafe empujando un gol con la tibia.
Pero el humor no decae. Hay cierta esperanza en Samu Sáiz, a quien Víctor destaca como el mejor jugador oscense. La cosa sigue estando difícil porque, en caso de empate, habría prórroga pero no penales, ya que el Getafe, en condición de tercer clasificado, sería declarado vencedor por encima del Huesca, sexto en la liga. Cosas de las promociones.
Tras el descanso, el análisis pertinente y las puyas de rigor entre culés y periquitos, se desvanece el sueño de los azulgranas –en esta ocasión luciendo la cruz de San Jorge–, pues Francisco Portillo, el referente local, impulsa la mejora del Getafe, que sentencia con dos goles más de Dani Pacheco y David Fuster.
En el tramo final hay de todo: patadas, rifirrafes, una fuerte discusión entre el entrenador del Huesca y un jugador sustituido que acaba en cabezazo de Juan Antonio Anquela al discípulo, un feo escupitajo de Iñigo López a Cala, y una surrealista entrevista conjunta a ambos técnicos en la zona de prensa.
Hay también un reconocimiento a la gesta del Huesca, club de trayectoria ascendente que seguirá pujando por asaltar la primera división, territorio virgen para los altoaragoneses. Perderá próximamente a Sáiz, cedido por el Atlético de Madrid y presumiblemente traspasado ya al Eibar, y anunció también el adiós Anquela. El expolio del talento, lamentablemente, sigue siendo una lacra para los modestos, obligados a reinventarse a cada nuevo abordaje.
Pero el club mantiene de su lado a toda una incondicional afición de espíritu irremediablemente aventurero, con cuatro hermanos en el exilio barcelonés a la cabeza. Y a la que se suma, desde ya, este humilde aficionado a las causas perdidas.
Lo dicho: quien no aprecia una promoción no sabe lo que es el fútbol.