{Banda Sonora: Zucchero – Bacco Perbacco}
Por ÀLEX OLLER
Carles Francino regresó a la cadena SER el pasado 10 de mayo, dos días después de que arrancara la edición 104 del Giro de Italia. Tras 47 jornadas de baja por Covid-19, el locutor volvió a la radio con sietes kilos menos y una hipoteca de cariño para toda la vida, según contó él mismo, emocionado, a sus oyentes. Su discurso nos conmovió a muchos en un momento en que, sí, es posible que estemos especialmente sensibles, pero es que trató cuestiones universales que nos deberían concernir a todos, independientemente de las circunstancias. Francino habló de la necesidad de compartir experiencias y sentimientos, de la fuerza del cariño, de gestos como el de seguir aplaudiendo a los sanitarios y –en su alegato más viral– “de invertir más energía en las cosas importantes de la vida… Y no perder tiempo en peleas absurdas y otras gilipolleces”.
Aquí, claro, entra el criterio de cada cual para definir sus prioridades. En el mundo globalizado que nos ha tocado vivir, siguen mandando la ley del consumo y la rentabilidad. Lo recuerda Corsino Vela en el ensayo Ciclismo y Capitalismo, de la bicicleta literaria al negocio del espectáculo, cuando escribe que “en la economía capitalista, como ya dejó bien claro en el siglo XIX aquél filósofo alemán que emprendiera la crítica de la economía política, el valor de las cosas remite indefectiblemente al tiempo de trabajo necesario para su producción. De ahí que en la sociedad industrial la búsqueda compulsiva de la reducción del tiempo (productividad) se haya convertido en el eje de toda actividad”. Considera el autor que la compulsión por la reducción del tiempo que rige la marcha del ciclista profesional se opone a la actividad creativa del tiempo no cronometrado, el del viajero y el artesano, y pregunta si existe una mejor metáfora de la existencia humana sometida al proceso de producción capitalista.
Habrá quien piense que dedicar 21 días –13 de ellos laborales– a escribir un diario del Giro –o de la Vuelta a España– en una plataforma casera de escasa visibilidad es una profunda pérdida de tiempo, una gilipollez que no genera ganancias materiales. También hay quienes consideran que ir en bicicleta, por el simple placer de poder hacerlo, es otra soberana gilipollez. Como aquel encabronado señor que iba soltando humo en el tren que nos llevaba de Figueres a Granollers durante una de las jornadas de descanso. Cada vez que se subía un incauto cicloturista al vagón, aumentaba la bronca: “¡Otra bicicleta! ¡Vaya por Dios! ¿Pero es que no tienen adónde ir? ¿Si tanto les gusta ir en bici, porqué viajan en tren?”, refunfuñaba, con creciente vehemencia hacia un grupo de divertidas jubiladas. ¿Y usted, por qué no va a pie?”, intercedió una de las interpeladas. “¡Yo voy a trabajar!”, contestó, altivo, embriagado de orgullo e indignación, el agraviado. “¡Uuuyyy, que suerteee!”, respondió, con no poca guasa, la otra. “¡Nosotras ya no podemos trabajar, que somos viejas! ¡Señal de que usted aún está bien joven!”. Ya no dijo nada más el usuario cascarrabias, quien sabe si herido en su orgullo, y se bajó en la siguiente estación, suponemos que presto al riguroso cumplimiento del deber profesional. Las jubiladas desalojaron el convoy poco después, entre bromas y risas, dispuestas al goce y disfrute de un día de paseo bajo el sol.
Nosotros seguimos el viaje con una lección gratuita de justicia poética al corazón de la más salvaje y descarnada dictadura de la productividad en las alforjas; también con ganas de unirnos al alegre desfile velocípedo con el balanceo del pedal y de continuar relatando etapas con el masajeo del teclado. Pero, sobre todo, de apreciar en toda su dimensión la ruta y no perder tiempo en peleas absurdas y otras gilipolleces.