{Banda Sonora: Rhapsody in Blue – George Gershwin, Gary Graffman, Zubin Mehta, New York Philarmonic}
Por ÀLEX OLLER
“Algo se cuece a orillas del río Hudson”, podría pregonar nuestro añorado Andrés Montes. Y sí, parece que algo de humo emana de la cocina del Madison Square Garden. No es el vapor de las fantasmagóricas alcantarillas del pavimento de Manhattan. Debe ser la cabeza pensante de Tom Thibodeau –Thibs, para los amigos– dándole vueltas al próximo plan de acción de los Knicks, el equipo estandarte del baloncesto neoyorquino y que suma ya demasiadas temporadas ejerciendo de hazmerreir de la NBA.
Campeones por última vez en 1973, solo han clasificado a los Playoffs en cuatro de sus últimas 19 temporadas, recopilando sonoros fracasos deportivos y bochornos de lo más variopinto lejos del parqué. La sufrida afición del Madison acusaba al cierre de la pasada campaña un estado anímico bordeando la indiferencia, algo harto difícil de conseguir en una ciudad que se considera a sí misma el ombligo del mundo, donde impera la ley del más fuerte, tanto en las moquetas de las entidades financieras como el asfalto de las canchas callejeras.
Nos ahorraremos pues la lista de agravios bajo el mandato del propietario James Dolan, cuyo último intento de reflotar el barco pasó por el reclutamiento de un entrenador chapado a la antigua y que recopiló grandes éxitos como asistente defensivo en Boston antes de destacar –ya con plenos poderes– en Chicago y defraudar en Minnesota.
La contratación de este entusiasta del catenaccio baloncestístico, solterón y contrastado workaholic vino a corroborar las intenciones de alterar profundamente lo que a algunos les ha dado por llamar “cultura de club”. No sé si cabe atribuir demasiada estrategia a los movimientos de la gerencia a lo largo de las últimas dos décadas, más acordes a un arrebato con tres copas de más en un casino que al análisis profesional de las posibilidades de mercado.
El caso es que Thibs asegura, por lo menos, un mínimo de seriedad a la hora de la toma de decisiones y, junto con el general manager, Scott Perry, se espera que pueda moldear un plantel competitivo a su imagen y semejanza. Ya se intuyeron algunos brotes verdes la pasada campaña y, con 22 partidos disputados en la actual, podemos afirmar que estos Knicks no son ningún chiste. Tras sufrir una grave lesión en su debut con los Lakers y pasar a ser uno de los jugadores más infravalorados de la liga en las cinco siguientes temporadas, Julius Randle está que se sale en la pintura, siguiendo la tradición de ala-pívots de corte clásico de la franquicia – Dave Debusschere, Charles Oakley, Larry Johnson, Anthony Mason, Xavier McDaniel, Chris Smith…–, RJ Barrett florece en su segunda campaña como alero multiusos capaz de medirse de tú a tú con los mejores y, mientras el rookie Obi Toppin se foguea, Immanuel Quickley ejerce de grata sorpresa en el puesto de base, con un desparpajo muy propio de los directores de juego del agrado de Thibodeau.
Pendiente de retocar algunas piezas –quizás el exterior Austin Rivers, poco riguroso en el manejo de la ofensiva–, el efecto Thibs ya se nota en el todavía vacío Madison, tal es la maldición sobre la apasionada hinchada knickerbocker. La duda es si el veterano técnico, ideal para dar el primer paso fuera del pozo, será capaz de pisar firme en el segundo… y los que falten hasta poder competir nuevamente por el campeonato.
Lo bueno del nativo de Connecticut conlleva también lo malo: una alta exigencia física y mental que acaba por desfondar a sus jugadores. Guerreros como Joakim Noah, Luol Deng, Derrick Rose o Jimmy Butler brillaron bajo su tutela, pero los dos primeros sufrieron apagones súbitos cuando su cuerpo dijo basta, el tercero nunca volvió a ser el mismo tras destrozarse la rodilla en los minutos de la basura, y el cuarto por ahora aguanta como un titán en Miami; tanto que tampoco sería de extrañar una nueva reunión con su mentor en Nueva York.
“Con Thibs, todos los partidos son un séptimo partido. Todas las posesiones son un séptimo partido”, bromeaba en Chicago Noah.
Ese mismo espíritu se palpa hoy a orillas del Hudson. Algo se cuece en el Madison, sí. Y el chef no está para bromas.