{Banda sonora: Yo quiero verte danzar – Franco Battiato}
Por ALEX OLLER
Escuché una vez que Italia, quizás para compensar tanta belleza paisajista, arquitectónica, musical y artística, además de sus generosas aportaciones al mundo de la moda y la gastronomía, se decantó por una propuesta futbolística bastante menos generosa en lo teóricamente estético y bautizada, sin mayores miramientos, con un nombre de interpretación tan poco ambigua como catenaccio.
Equivalente al cinturón de castidad en un rectángulo de juego, el ya legendario sistema defensivo italiano acostumbra a tener mala prensa entre los amantes del supuesto fútbol de ataque. Como si un ordenado repliegue y oportuno contragolpe –que es lo que pretende ser, en el fondo, el catenaccio– fuera incompatible con la más letal de las ofensivas.
Seguramente, si todo el mundo jugará como Italia, me fascinaría bastante menos ese fútbol de trinchera, paciencia y puntería asesina que tantos consideran áspero y hasta insustancial; pero si algo tiene de maravilloso este deporte, y más en un Mundial, es esa variedad de estilos, cada uno con su libre interpretación según la época y sus muy particulares circunstancias.
Brasil pasó del jogo bonito en los años 70 a una variante bastante más europeizada y física en los 90, España cambió la furia por el tiki-taka, e Inglaterra modernizó su apuesta directa en favor de una mayor asociación a ras de césped.
Los matices son múltiples, las tendencias atractivas y, aún con todo, muchas selecciones mantienen un vínculo difícilmente quebrantable con sus raíces balompédicas. En Argentina, por muy entrenado que esté el coro, suelen acabar prevaleciendo los solistas. Holanda, por su parte, acostumbra a proponer una partitura colectiva más acorde a quienes inventaron el fútbol total. Y Alemania, como decimos, siempre es Alemania (o casi).
Pero si en un equipo podemos confiar para que no nos defraude, ese es Italia. Claro que la barra, en mi caso, suele estar bastante baja. Al menos en lo referente a la materia estética.
¿Qué es la belleza, al fin y al cabo?
La belleza, como bien explica el admirado Enric González en Una cuestión de fe –de muy recomendable lectura, y no solo para los aficionados periquitos– no es sinónimo de estética. Lo importante en el fútbol y la vida, opina, es la efectividad, que a su vez conlleva una cierta emoción estética. Y a tal efecto pone como ejemplo a un jugador que cojea, tropieza, pierde el balón, lo recupera, resbala y marca, ni que sea por puro empeño, un gol feo de narices; pero estéticamente tan poderoso como El grito de Munch o gran parte del expresionismo alemán.
La belleza, siempre tan subjetiva ella, también la puede encontrar uno en esa estampa que se imagina color sepia. O ¿por qué no?, también en el arte del catenaccio, consistente en resistir con orden y convicción pretoriana hasta generar el instante exacto para el contragolpe mortal de necesidad.
La clave, claro, está en no fallar.
Y lo bueno –o bonito, si se quiere–, se revela en el momento en que Italia no perdona. Como cuando Roberto Baggio, minutos después de que Julio Salinas no lograra rentabilizar el asedio de España en cuartos de final del Mundial’90, se escapó en solitario y regateó a Andoni Zubizarreta para empujar el gol victorioso.
Permítanme, prego, disfrutar del acierto del francotirador cuando éste solo cuenta una bala en el cargador; y aplaudir al rival por su fútbol tacaño, especulador y más feo que un día sin pan.
Y añadiría: exitoso.
Sí, Italia puede que no esté presente en Rusia, pero cuenta cuatro Copas del Mundo en su palmarés.
La penúltima ganada en España’82, con aquellos míticos partidos ante Brasil y Argentina en el desaparecido Sarrià.
Quizás sean las ocultas huellas de Paolo Rossi sobre el césped del derruido estadio y mi afinidad españolista las que apelen a tan súbita nostalgia.
Pero que quieren que les diga…
Yo la echo de menos, a la Azzurra.