Por ALEX OLLER
Vergüenza. Dignidad. Justicia. Educación.
Abel Martínez.
Profesor interino, nacido en 1979 en Lérida, fallecido hace dos años en Barcelona al ser atacado con una ballesta por un alumno en un centro escolar.
La que le falta a la Comisión Jurídica Asesora de la Generalitat de Cataluña y, por extensión, al gobierno catalán, cuando esgrime en su dictamen 50/2017 que:
“No se puede considerar que los daños causados al profesor deriven de una actuación llevada a cabo en el ejercicio de sus funciones como maestro, puesto que su origen se halla en una reacción violenta, repentina e imprevisible del alumno, con quien, además, no tenía relación alguna, encontrándoselo en el pasillo, cuando salía de su aula”.
Llama la atención que, entre las incontables funciones que debe asumir hoy en día un profesor en un instituto público, no conste la básica y humana del requerimiento de socorro, al que Abel acudió valerosamente, al percibir tumulto fuera de su aparente jurisdicción.
Pero también sorprende ese concepto de relación (o falta de la misma), entre el maestro y el alumno; como si el solo hecho de que estos no formen parte de la misma clase les exima de cualquier otro vínculo.
Y me pregunto entonces a que se refieren nuestros gobernantes cuando se llenan la boca al hablar de la “comunidad educativa”, tan obsesionados ellos con el idioma, bastante más dispersos con el lenguaje.
Acostumbrados a inhibirse ante tanto conflicto, supongo que es de recibo su grotesca interpretación de lo que constituye una extralimitación de funciones.
La noción del más mínimo respeto –respecte, en catalán– a la memoria del compañero fallecido directamente no aparece en su cada vez más limitado diccionario.
Dignidad.
La que nos falta a demasiados ciudadanos, muy a menudo espectadores pasivos de tales injusticias, vejaciones y atropellos en nombre de no se sabe bien qué poder superior. Inmovilizados, cada vez más amordazados y sin voluntad de protesta –no digamos ya una adecuada respuesta–, solemos excusar tal sumisión en la creciente apatía general y de la prensa en particular, igualmente cómplice de silenciar casos como el que nos ocupa (y ya sabéis quienes sois).
Justicia.
La que le falta a la comunidad docente, maltratada en el salario público y el (no) reconocimiento social, al igual que el funcionariado de Sanidad. ¿O los que se quejan hoy no son los mismos que se mofaban ayer, cuando la cresta de la ola inmobiliaria y financiera parecía no tener límite? ¿Opositaron acaso a esas plazas tan supuestamente privilegiadas? ¿Devolvieron el dinero no supuestamente estafado? ¿Para cuándo una compensación justa, en la nómina mensual y el apartado afectivo, a los profesionales que libran día a día la dura batalla de educar a nuestros jóvenes?
Educación.
La que falta cada vez más en nuestra sociedad. En la escuela, los medios de comunicación y los hogares, permeables al efecto devastador de la deteriorada economía que nos rodea y que tanto tiene que ver con los diversos grados de violencia que sufrimos en las calles, los centros educativos, los campos de fútbol, las redes sociales…
Si nuestros educadores dispusieran de más y mejores herramientas, recursos humanos, compresión, apoyo y colaboración de todos, quizás tragedias como esta –que el departamento de Ensenyament se apresuró a declarar “un caso excepcional, imprevisible y aislado”– se hubieran podido evitar.
Abel.
Pero lo que nos falta, sobretodo, es Abel. Y más gente como él.