{Banda sonora: Sledgehammer – Peter Gabriel}
Por ALEX OLLER
Intensas pinceladas de rojo caramelo sobre fondo verde y brochazos blancos con amago celeste. Gris cemento, manchas multicolores.
Michael Laudrup flotaba entre un mar de piernas orientales, Frank Arnesen corría la banda como un saltador de vallas, superando ‘tackles’ de creciente altura y peligrosidad, y Elkjaer-Larsen marcaba goles de todas las tonalidades, acabando por el fundido a negro del televisor… y de la esperanza de Uruguay, traumatizada desde entonces por la tremenda tunda futbolística que le endosó Dinamarca.
Cada uno recuerda 1986 a su manera.
Para servidor, fue el despertar de una afición deportiva por el béisbol, gracias a la Serie Mundial de los Mets, y el fútbol americano, cortesía de la Superbowl de los Giants, también de Nueva York.
Pero nada superó el flechazo de la selección de Dinamarca en el Mundial de México.
El fútbol entra primero por los ojos y se viste luego a través del relato oral y/o escrito, y no hubo nunca un equipo más seductor que el danés, empezando por la camiseta mitad colorado intenso de un costado y de finas líneas verticales en el opuesto; marca Hummel, para siempre inmortalizada en mi retina pre-adolescente.
Luego estaba el juego: rápido y ágil, sedoso en el mediocampo pero contundente arriba. Más que cerebral, extremadamente intuitivo y creativo, con un artista paticorto de flequillo frondoso y mirada afilada, capaz de desarmar una defensa de cuatro con un simple amague a lo Magic Johnson, o de burlar un rival con la pisada que Carles Reixach bautizaría luego como croqueta.
Laudrup, apodado a su vez Enjoy por el locutor Lluis Canut en Barcelona, fue mi debilidad desde sus tiempos de catenaccio italiano en la Juventus.
Calzaba botas Patrick –que no tardé en reclamar para mi cumpleaños– y destilaba una simpleza en el juego similar a la que actualmente nos ofrece Leo Messi: calidad sin más aderezos que los estrictamente necesarios. Belleza pura, exenta de maquillaje.
Recuerdo aquel 6-1, del que no guardo más detalles, como una fascinante coreografía con balón en el semivacío estadio Neza. Los uruguayos intentaron jugar primero, pero ya perdían al descanso con uno menos, y buscaron desesperadamente cortar la hemorragia después; pero ni con patadas pudieron. Simplemente, no alcanzaban a los daneses, siempre un paso por delante gracias a la clarividencia de Laudrup, la velocidad de Arnesen y el golpeo de Elkjaer-Larsen.
Mentiría si dijera que recuerdo el rol de Soren Lerby, pero llegué en su momento a memorizar los nombres –¡Y que nombres!– del once, mientras el arquero Fernando Alvez, de curioso jersey grisáceo, recogía una y otra vez la pelota de las redes charrúas.
Tan poderoso fue el coup de foudre, que andaba convencido de que Dinamarca le metería otra media docena a España en octavos de final, pero ese día los Dioses del futbol se aliaron con un tal Buitre en Querétaro y mi amada selección escandinava quedó sorpresivamente en la cuneta.
Del primer amor mundialista pasé a otra novedosa sensación, de sabor agridulce: ¿Debía celebrar la goleada de mi país de origen o llorar la injusticia de tan brusca y cruel despedida?
Iluso de mí, siempre pensé que pocos eran los que guardaban especial reminiscencia por aquel equipo, del que se cumplen ya más de 30 años.
Pero si en algún lugar del mundo se acuerdan de la Dinamarca del 86, es en Uruguay.
“¿Juega Lerby?”, soltaron el otro día en la ferretería, a modo de guasa, durante el Perú-Dinamarca.
Y… sí: en Montevideo ponen televisiones para ver el Mundial hasta en la ferretería.
Cultos en la materia balompédica, entre otras, los uruguayos son los primeros en apreciar las virtudes de tan legendaria selección.
Y de buen perder tampoco andan cortos.
Muchos pre-adolescentes del 86 también contemplaron el 6-1 de Nezahualcóyotl desde el bando oriental, aunque con notable dolor celeste.
Y años más tarde, un par de ellos montó una empresa de publicidad.
Larsen, Laudrup & Lerby, la llamaron.
¿Les suena el nombre?